La comunión de los vivos
María Elena Walsh
I
Tu soledad en un lugar del mundo
crece y padece al lado de la mía
porque Dios nos recuerda. Qué profundo
milagro el de la amante simpatía.
Pues si nos olvidara, en un segundo
todo la eternidad separaría
tu compasión, en la que me confundo,
de mi ser, que en tus venas se vacía.
Estamos vivos porque Dios no olvida,
juntos en su memoria, y es por eso,
que, nuestra comunión eternizando,
a cada instante nos da nueva vida
y el alma cumple su fatal progreso:
nacer, amar, morir, seguir amando.
II
De dónde, de qué luz, de qué inocencia
magnánima este rayo me ha venido
restituyendo a mi fervor rendido
el uso de la sal de la violencia.
Y quién, con amorosa inteligencia,
de lejos, por tu amor, me ha persuadido,
devolviendo a mi ser enfurecido
el uso de la sal de la paciencia.
La deuda misteriosa de tus dones
tengo con alguien que te amaba tanto
que por darme a tu vida hubiese muerto.
Me llevaron a Tí sus intenciones,
quemó mi desesperación su santo
temor de lo terriblemente cierto.
III
Mis lágrimas amaron la madera,
tu confortante olor a cruz, Dios mío.
Alguien y yo somos el mismo río
corriendo hacia tu sed que nos espera.
Mis huesos veneraron el rocío,
tu misericordiosa primavera.
Alguien y yo somos la misma cera
que Tú desciendes a librar del frío.
Alguien es condición de mi amargura,
sustancia de mi júbilo. Reparte
así la compasión que de Tí fluye.
Y yo te amo en esa criatura
ignorada, que sólo por amarte
sirve a mi soledad y la destruye.
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